Córdoba, Argentina, 21 de diciembre de 2020 • Roberto A. Ferrero • Es lamentable la convocatoria del ex presidente de Bolivia para constituir una “RUNASUR (sic) de los pueblos”. Con la excusa de volver a reunir a los pueblos y las naciones (usamos el término de modo convencional, porque la única nación es América Latina) que el neoliberalismo en el poder en varios países dispersó y abandonó, Evo está en realidad haciendo un llamamiento a aumentar y legitimar la balcanización y la fragmentación de América Latina. Esto es así porque la médula de su convocatoria es para que los “pueblos originarios” se esfuercen dentro de cada nación para constituirla en “Estado plurinacional”, como el Estado boliviano. El solo hecho de llamar ingeniosamente a su proyectada construcción política “RUNASUR” en lugar de UNASUR, es de entrada una reivindicación indigenista respecto a los “runas” nativos.
El establecer en la misma Constitución el carácter de “plurinacional” de Bolivia fue un grave error, o en todo caso una necesidad para lograr la suma de distintas parcialidades altoperuanas indígenas para enfrentar y derrotar a la derecha antinacional. Pero no hay por qué hacer de la necesidad virtud. Ya el mismo Evo experimentó los inconvenientes de gobernar con varias “naciones originarias” dentro de Bolivia: unas “naciones se negaban a admitir que una carretera de importancia estratégica y articuladora del espacio nacional pasara por “su” territorio; otra se negaba a que se construyera un dique sobre “sus” ríos y otra, en fin –pero hay más– negociaba directamente como “nación soberana” con los monopolios petroleros para entregarles en concesiones leoninas “su” precioso oro negro, que es de todos los bolivianos. Si una parcialidad étnica es mayoría en un país, es justo y lógico que lo gobierne –para todos–, pero no que lo divida. Y si es minoría, que luche junto al resto del pueblo para hacer valer sus derechos, pero no para fracturarlo.
Y es curioso que después de haber experimentado estas y otras dificultades propias de un “Estado plurinacional (que es una construcción aun más laxa que una confederación) Evo Morales pretenda recomendarlo para otras latitudes. Ya al terminar el reciente Encuentro de Pueblos y Organizaciones del Abya Yala (otra fantasía inexistente), la delegada de la “nación originaria” maya de Guatemala, Sonia Gutiérrez, se comprometió a que al volver a Guatemala lucharía por convertir a la patria de Juan José Arévalo y Miguel Ángel Asturias en otro Estado “plurinacional”, en vez de bregar por la gran idea históricamente progresiva de la unidad centroamericana por la que tantos guatemaltecos dieron su vida, como Justo Rufino Barrios. En momentos en que los pueblos buscan unificarse en grandes espacios soberanos y sólo el imperialismo piensa lo contrario, los dirigentes indigenistas y etnopopulistas impulsan decididamente la fragmentación nacional, la balcanización étnica, que aumentará aun más la que actualmente padecemos. Es correcto reconocer a las parcialidades indígenas el estatus de propiedad comunal que destruyeron los liberales en el siglo XIX para despojarlos de sus mejores tierras, como lo es igualmente reconocerles el derecho a desarrollar su cultura y su lengua, sin sabotear el idioma castellano aglutinante y vertebrador (bilingüismo) y sin repudiar a aquellos grupos que voluntariamente quieran asimilarse a la sociedad global –como de hecho está ocurriendo– y abandonar lo que para ellos es un guetoindeseable. La libertad de elección ante todo.
Ni qué decir que estos reconocimientos tienen un límite: la estatalidad y la soberanía territorial, que serán siempre los de la entidad mayor y –ésta sí– originaria. No podemos admitir más estados que los existentes. No podemos ir, en oposición a nuestros propios intereses como latinoamericanos, contra la corriente de la historia. Respeto a las minorías, mejoramiento de su calidad de vida, sí. Nuevos estados soberanos, no. Cada nuevo Estado “originario” que se cree será presa fácil, con todos sus recursos naturales, de las corporaciones y el imperialismo. Es explicable que el explotador extranjero –de EUA, Alemania, Francia, Inglaterra– alimente al indigenismo fundamentalista y balcanizador, proveyéndolo financieramente a través de distintas “fundaciones”, ONG e instituciones similares, además de darle espacios desmesurados en la prensa comercial hegemónica. Le conviene nuestra dispersión, que es debilidad. A nosotros, no.
De paso sea dicho: ¿por qué las tribus y restos de tribus indígenas son los pueblos “originarios”? Originarios somos todos los nacidos en el suelo americano, y los únicos no originarios son los extranjeros. Pero los descendientes de los Bustos de Córdoba, por ejemplo, que hace cuatro siglos habitan en la Argentina, ¿son menos originarios que los araucanos de Calfucurá que se establecieron en nuestras llanuras recién en el siglo XIX, después de haber exterminado a traición a los voroganos? Y lo mismo diremos de los hijos, nietos y bisnietos de inmigrantes italianos, judíos, franceses, alemanes o árabes e tutti quanti. Todos ellos son “originarios”. Lo correcto sería que estas etnias se llamaran a sí mismas “pueblos antiguos” o “más antiguos”, en cuyo caso no habría nada que objetarles, pero no que pretendan la exclusividad de un origen que los demás también tenemos.
Por lo demás, la antigüedad y la originariedad por sí mismas no otorgan derechos especiales. Lo que cuenta, más que este concepto meramente estático, es el aporte que a la comunidad ha realizado cada colectividad, sea en la producción material, las artes, la técnica, la política, la organización social, siempre que no haya sido hecho en desmedro de otra parte de la sociedad nacional.
En realidad, la inmensa y abrumadora mayoría de los latinoamericanos somos mestizos. Algún mestizo, que tiene mezcladas sangre “originaria” y sangre francesa, por ejemplo, puede declarar que, en virtud de esa parte de sangre indígena que corre por sus venas, él es miembro de un “pueblo originario”. Pero, con el mismo derecho, otro en igual situación podría proclamar a los cuatro vientos que él es francés… Ambos están equivocados: ni uno es “originario” ni el otro es “francés”, aunque quieran serlo. Simplemente son mestizos y deberían admitirlo orgullosamente.
Finalmente, hay que señalar que en esta “onda” indigenista de “pueblos originarios” que algunos promueven –en general, no compartida por la masa de los indígenas invocados, que fluyen a las ciudades en busca de un destino mejor– hay mucho de moda y de arbitrariedad; especialmente en sus líderes, que no son “originarios” sino mestizos. Tal es el caso de Facundo Jones Huala, protagonista de actos de “acción directa” en el sur argentino-chileno: es hijo de una mapuche y de un granjero… ¡británico! En La Falda, provincia de Córdoba, Argentina, está radicado un militante indigenista que es descendiente de alemanes y que voluntariamente ha elegido ser… comechingón. Pero la raza, o la estirpe o como se le quiera llamar, no es producto de una elección deliberada como ser hincha de un club de fútbol. Es una construcción histórica de biología y cultura. Del mismo modo alguien puede pretender ser voluntariamente descendiente de marcianos, pero ninguna declaración en ese sentido lo convertirá en tal individuo si no ha nacido de una marciana. La raza, la estirpe, son realidades objetivas, no subjetivas. Se pertenece o no se pertenece a un “pueblo originario”, más allá de la voluntad declarada en uno u otro sentido. Para terminar: como hemos dicho reiteradamente, los movimientos indigenistas deberían sumar sus reivindicaciones legítimas a las del resto de los grupos, clases y colectivos que deben integrase en un gran movimiento nacional y popular. No enarbolarlas por separado, porque así serán inofensivas y funcionales al establishment.