Osvaldo Calello
Publicado en La Gaceta N° 37. Agosto 2002
Varios años atrás, a mediados de la década de los 60, Louis Althusser se preguntó respecto a quién, después de Marx y Lenin, había avanzado en la tarea de construir una teoría que diera cuenta del contenido y la eficacia de las superestructuras a través de la cuales transcurre la vida política, filosófica, artística, religiosa de determinada sociedad. «No conozco sino a Gramsci», se respondió.
La importancia de Antonio Gramsci en este asunto resulta clave con vistas a la formulación de una teoría revolucionaria que se corresponda con las condiciones de la sociedad capitalista de nuestra época. La relación entre el modo de producción y las formas culturales e ideológicas que le conciernen, el grado de autonomía relativa de las manifestaciones superestructurales, y la delimitación del plano de la ideología como terreno privilegiado de la lucha de clases, fueron el punto de partida de las investigaciones que el fundador del Partido Comunista italiano desarrolló entre 1929 y 1935 en la cárcel a la que lo condenó el régimen fascista, desde 1926 hasta prácticamente la fecha de su muerte en abril de 1937, en una clínica de Roma.
En los Cuadernos de la Cárcel que abordan este capítulo, Gramsci situó el inicio de su trabajo teórico en la crítica al economicismo, así como a toda variante de determinismo histórico. Al primero lo caracterizó como «la doctrina que reduce el desarrollo económico a la sucesión de cambios técnicos de los instrumentos de trabajo», y lo asoció a la «certeza inquebrantable de que en el desarrollo histórico existen leyes objetivas del mismo carácter que las leyes naturales, a lo cual se agrega la creencia de un finalismo fatalista similar al religioso».
En este punto su pensamiento se diferenció claramente del marxismo vulgar, no sólo en el hecho de rechazar la reducción de los acontecimientos en la esfera de la política y de las prácticas sociales en general, a simples manifestaciones de los cambios en la estructura económica. Gramsci recordó la afirmación de Engels de que la economía es sólo en «última instancia» el resorte de la historia, y subrayó el pasaje del prefacio a la Crítica de la Economía Política en el que Marx sostiene que es en el terreno de las ideologías donde los hombres toman conciencia de los acontecimientos que suceden en el mundo de la economía. Sin embargo «al decir esto ¿no afirmamos la necesidad y la validez de las “apariencias”?», entendido el término «apariencia» como la afirmación de la caducidad de todo sistema ideológico. En este punto Gramsci advirtió contra el dogmatismo, y junto al reconocimiento de la inevitable caducidad de todo sistema ideológico, señaló el carácter necesario de determinadas ideologías. «Es preciso, entonces, distinguir entre ideologías históricamente orgánicas, es decir, que son necesarias a determinadas estructuras, e ideologías arbitrarias, racionalistas, “queridas”. En cuanto históricamente necesarias, éstas tienen una validez que es validez “psicológica”, “organizan” a las masas humanas, forman el terreno en medio del cual se mueven los hombres, adquieren conciencia de su posición, luchan, etc.», escribió en uno de los pasajes de los Cuadernos. Por eso consideró las superestructuras como «realidades operantes dotadas de eficacia propia».
Las ideologías como necesarias a determinadas estructuras de la sociedad y a determinadas prácticas sociales, y como campo constitutivo de los diversos sujetos políticos. Gramsci tomó este enfoque como la base más general desde la cual habría de desarrollar su noción de hegemonía. Al respecto escribió lo siguiente: «Las ideologías previamente desarrolladas se transforman en “partido”, entran en conflicto y confrontación, hasta que sólo una de ellas, o al menos una sola combinación, tiende a prevalecer, imponiéndose y propagándose a través de la sociedad. De este modo, consigue no sólo una unificación de los objetivos económicos y políticos, sino también la unidad intelectual y moral, planteando todas las cuestiones sobre las que surge la lucha no en un plano corporativista, sino universal. Crea así la hegemonía de un grupo social fundamental sobre una serie de grupos subordinados».
Sin duda, la descripción guarda una relación estrecha con los acontecimientos de la Revolución Francesa de fines del siglo XVIII. A lo largo del siglo que precedió al estallido de 1789, las ideas de la Ilustración habían creado el terreno ideológico propicio para la expansión de un capitalismo emergente, en pugna por liberarse de las trabas de origen feudal que aún bloqueaban la generalización plena de las nuevas relaciones de propiedad. Y fue precisamente durante la prolongada transición histórica de un régimen social a otro, cuando se produjo el proceso que Gramsci caracterizó como reforma intelectual y moral (de la cual surge una nueva visión del mundo), por cuyo intermedio la burguesía logró afirmar su hegemonía, fijando el horizonte ideológico y cultural de toda una época.
Jacobinismo y voluntad colectiva
La ideología se presenta así como cohesionante de un nuevo bloque histórico (político-económico); como fuerza organizadora de una nueva voluntad colectiva.
Las revoluciones burguesas constituyeron la escena privilegiada a través de la cual se desenvolvió este proceso. Gramsci observó el comportamiento de las distintas fuerzas sociales y de los realineamientos políticos de la revolución, y destacó a los jacobinos franceses «en cuanto ejemplificación de cómo se formó y operó en concreto una voluntad colectiva que al menos en algunos aspectos fue creación ex novo, original». Asimismo señaló la necesidad de que «la voluntad colectiva y la voluntad política en general, sean definidas en el sentido moderno; la voluntad como conciencia activa de la necesidad histórica, como protagonista de un efectivo y real drama histórico». Al estudiar el contraste existente entre los jacobinos y el Partido de Acción en la Italia del Resorgimento, durante la primera mitad del siglo XIX, puntualizó que los primeros lucharon sin cuartel hasta lograr imponerse como partido dirigente, llevando el programa de la revolución a una posición más avanzada de lo que la burguesía originalmente estaba dispuesta a aceptar. Esta particularidad ya la habían hecho presente Cromwell y los «cabezas redondas» durante la revolución inglesa del siglo XVII: la burguesía, clase destinataria de las revoluciones capitalistas del 1600 en adelante, no sobrepasó en sus programas iniciales el horizonte de las reformas corporativas, aquellas que concernían a sus exclusivos e inmediatos intereses de clase. Fue la irrupción enérgica de un sistema de cuadros centralizados políticamente, la que obligó a superar los limitados objetivos reformistas, quebró violentamente la resistencia de la contrarrevolución en marcha y terminó por elevar a la burguesía a la posición de grupo hegemónico del conjunto de fuerzas populares.
«Los jacobinos, por lo tanto, fueron en la práctica el único partido de la revolución, en cuanto no solo representaban las aspiraciones inmediatas de las personas físicas actuales que constituían a la burguesía francesa, sino que representaban el movimiento revolucionario en su conjunto, como desarrollo histórico integral», explicó Gramsci. Esa suerte de forzar las situaciones, imponiendo hechos consumados que ampliaban los límites del régimen revolucionario, mantuvo de todas formas y en todo momento a los jacobinos en el terreno del tercer estado, al punto de que su enfrentamiento con los obreros parisinos terminó por quebrar el bloque popular en la capital, y precipitó la caída de Robespierre. Sin embargo, el jacobinismo constituyó la vía necesaria al tránsito de la fase corporativa a la fase de la hegemonía. Su acción, llevada adelante con decisión extrema, cimentó el bloque de clases emergentes, afirmando la influencia política, ideológica y moral del París revolucionario sobre las más amplias masas campesinas, y de ese modo dejó sin base social a los planes restauradores organizados desde la región contrarrevolucionaria de la Vandée. Sacando conclusiones de la experiencia francesa, Gramsci escribió lo siguiente: «Es imposible cualquier formación de voluntad colectiva nacional-popular si las grandes masas de campesinos cultivadores no irrumpen simultáneamente en la vida política. Esto es lo que intentaba lograr Maquiavelo a través de la reforma en la milicia; esto es lo que hicieron los jacobinos en la Revolución francesa». De esta forma Robespierre y sus compañeros no sólo hicieron de la burguesía la clase dirigente de la nación, sino que fueron más allá creando el Estado burgués, «dieron al nuevo Estado una base permanente, crearon la compacta nación moderna francesa».
Hegemonía y lucha de clases
En uno de los pasajes más significativos de los Cuadernos, Gramsci afirmó que a través de la crítica que las clases revolucionarias formulan al sistema de ideas dominantes «se da un proceso de distinción y de cambio en la importancia relativa que poseían los elementos de las viejas ideologías. Aquello que era secundario, subordinado o aún accesorio, pasa a ser principal, se transforma en el núcleo de un nuevo complejo ideológico y la vieja voluntad colectiva se disgrega en sus elementos contradictorios puesto que se desarrollan socialmente aquellos elementos subordinados». Este pasaje se corresponde con otro en que se sostiene que un principio hegemónico (ético-político) triunfa luego de haberse impuesto sobre otro principio, «y de haberlo subordinado como momento suyo», diría Croce. La victoria en este caso no significa simplemente la sustitución de un sistema ideológico por otro de signo contrario, sino una rearticulación de las interpelaciones nacionales, populares, democráticas, que identifican a las grandes masas de determinada sociedad, en torno a un nuevo eje ideológico. En este punto conviene advertir que Gramsci equiparaba su noción de principio hegemónico (de ideología que ha logrado desarrollarse socialmente, encontrando encarnadura en clases o fracciones sociales concretas) a una suerte de religión popular, de carácter laico, con su correspondiente visión del mundo y sus normas de acción. Tenía presente lo que alguna vez escribió Marx en el sentido de que las «creencias populares» tienen la efectividad de las fuerzas materiales.
Ahora bien, ¿cuál es la relación entre la lucha en el plano ideológico, plano en el que las ideas dominantes adquieren materialidad a través de determinadas prácticas sociales, y los fenómenos que se operan en la base constituida por las fuerzas productivas y las relaciones sociales que le corresponden? «Si los hombres adquieren conciencia de su posición social y de sus objetivos en el terreno de las superestructuras, ello significa que entre estructura y superestructura existe un nexo vital y necesario», se afirma en los Cuadernos. Desde su perspectiva teórica, estructura y superestructura forman un «bloque histórico», según el concepto construido por Sorel, y por lo tanto Gramsci se preguntó si la afirmación que formula Marx en las tesis sobre Feuerbach de que «el educador debe ser educado» (acción recíproca del sujeto sobre el objeto y del objeto sobre el sujeto), no está señalando «una relación necesaria de reacción activa del hombre sobre la estructura, afirmando la unidad del proceso real». Las superestructuras son presentadas entonces como un «conjunto complejo, contradictorio y discorde», reflejo del sistema de relaciones sociales de producción y de las contradicciones que operan en la estructura.
Esta unidad dialéctica entre la base material y las distintas prácticas sociales, ubica en su exacto alcance el concepto central elaborado por Gramsci. Una construcción hegemónica supone que la clase gobernante realice una serie de concesiones a las fuerzas subordinadas de modo de alcanzar cierto equilibrio, sin embargo en este punto la advertencia no deja margen a interpretaciones: «…pero es también indudable que tales sacrificios y tal compromiso no puede concernir a lo esencial, ya que si la hegemonía es ético-política, no puede dejar de ser también económica, no puede menos que estar basada en la función decisiva que el grupo dirigente ejerce en el núcleo reactor de la actividad económica». La indicación es precisa: el principio hegemónico, a través del cual se articulan las distintas interpelaciones no clasistas (populares, democráticas, nacionales, etc), es un principio de clase. Y si esto es así, sólo uno de los dos polos fundamentales, a partir de los cuales se estructura la sociedad capitalista, puede ejercer la hegemonía: se trata de la hegemonía de la burguesía o de la hegemonía del proletariado. En última instancia, el capital sigue siendo como lo definía Marx, la cristalización de la relación social fundamental, aquella que pone en contradicción a las dos clases constitutivas del régimen burgués. Aquí no hay alternativas intermedias. La pequeña burguesía, terreno de lucha ideológica por excelencia, se orienta en un sentido o en otro, según el momento histórico y el desenlace de la confrontación entre las dos hegemonías en pugna. En este punto, todo intento de convertir a Gramsci en teórico del progresismo naufraga inevitablemente. En Argentina, por ejemplo, el final grotesco de la «izquierda» alfonsinista, ha dado buena cuenta de la suerte corrida por los inspiradores de semejante aventura «teórica».